El hombre del rifle y la increíble historia de un francotirador que se volvió una leyenda
04 de 2013
Diario UNO Mendoza
Dos disparos le dieron legendaria fama y salvaron las vidas de varias personas al borde de la muerte. Su efectividad puso a raya a la delincuencia mendocina.
Tenía más puntería que los mismísimos vaqueros del Lejano Oeste y hay quienes dicen que lo vieron acertar cinco tiros en el mismo orificio.
Entre los más finos tiradores, para él no había rivales. Sin embargo, su fama se extendió de forma legendaria gracias a dos tiros que hicieron justicia salvando a los buenos de la ira mortal de los malos.
Es la increíble historia del hombre del rifle, cuya identidad se resguarda en secreto. Le supieron llamar el Pichu y también el Gringo pero tras sus memorables hazañas en las caldeadas calles del verano menduco se granjeó entre sus pares el inigualable apodo de Leyenda.
Leyenda fue la que labró el hombre del rifle aquel 24 de febrero del 2001, cuando su incomparable puntería salvó el pellejo de una mujer, de toda su familia y de las máximas autoridades de la comarca mendocina.
Aquel día se pasó 10 horas oculto dentro de una caja de cartón, apostado sobre un humilde e hirviente techo de zinc. Sólo él y su rifle, su fusil Ruger M77. El sudor le bajaba por la sien como una cascada mientras se asaba a fuego lento en ese precario escondite transformado en un insoportable horno.
Las horas corrieron sin que pudiera ni siquiera desperezarse. En posición de tiro y con su vista puesta en la mira, esperaba la orden, el momento exacto para el desenlace.
La vida de varias personas pendía de un hilo y la suya también. El hombre del rifle no tenía ni chance ni derecho al error. Una equivocación significaba para él la muerte de los rehenes y la cárcel como destino.
Su misión no se reducía sólo a disparar. Con el ojo en la mira telescópica era a la vez los ojos de sus compañeros, y por medio de ella tenía la tarea de describir lo que pasaba en aquella casa tomada donde un famoso delincuente de apenas 16 años, Matías Cerón, más conocido como El Morocha (muerto en otra toma de rehenes en 2003), mantenía en vilo a toda la provincia.
Las horas pasaron hasta que el maleante decidió salir con una mujer encañonada para ganar la fuga. Después de 10 horas, el hombre del rifle lo tenía finalmente en el blanco, de frente y a más de 20 metros.
En una milésima de segundo, notó que el secuestrador movía su brazo una y otra vez apuntando a los policías y a su víctima.
Y también se dio cuenta de que tenía que corregir el ángulo para que su disparo llegara al objetivo pasando por encima de la cabeza del negociador policial que lentamente se acercaba para recibir a la rehén.
Le preguntaron por radio si tenía en la mira la mano armada del delincuente. Fue allí cuando no lo pensó dos veces, era el momento, la oportunidad, era un disparo quirúrgico propio de una película de cowboys.
En la milésima siguiente apretó el gatillo. El proyectil calibre 380 tronó en todo el barrio y en menos de un pestañeo perforó la mano con la que el secuestrador sostenía la pistola 9 milímetros.
Aquel día, hace exactamente 12 años, el temible Morocha fue desarmado limpiamente y reducido, de un solo disparo, con un tiro cinematográfico que sería récord mundial.
El hombre del rifle comenzaba a escribir su increíble historia, su inigualable leyenda.
El destino lo quiso así
Antes de ser quien es apenas era un hombre común que despuntaba desde los 8 años el gusto por la armería deportiva, demostrando ya en plena adolescencia que su cirujana destreza a la hora de apretar el gatillo se encaminaba a hacer historia.
Trabajó en un supermercado y luego como vendedor para una conocida fábrica de bebidas alcohólicas. La despiadada hiperinflación de fines de los '80 lo dejaría desempleado.
Ya con 25 años había imaginado muchas cosas descabelladas menos una: terminar en la policía.
Es que tras desarmar al Morocha debió mudarse, al ser baleado su domicilio y sometidas a una terrible paliza su mujer y una de sus hijas.
“Cuando entré a la fuerza ya era campeón argentino de tiro con pistola 9 milímetros y cuando aún estaba en la Escuela de Policía, en 1991, competí en un concurso interpolicial y gané el torneo. Al poco tiempo me llamaron para integrar el GES (Grupo Especial de Seguridad)”, el cuerpo de elite de la policía provincial.
Allí, con instructores que aún no olvida y de quienes está agradecido, aprendió los secretos del arriesgado y finísimo oficio de francotirador. Sin proponérselo estaba en su salsa.
Fanático de las armas y respetuoso de ellas convirtió a su familia en expertos tiradores. “Todos mis hijos tiran, aprendieron conmigo y mi esposa es campeona de tiro. Le fui enseñando y ganó un torneo”.
En su hogar las armas son algo tan común como los platos de la cocina y aunque ocupan el lugar que corresponde por su objetiva peligrosidad, hasta sus hijos hablan sobre ellas como si hablaran de fútbol.
Un nuevo desafío
Mientras se desempeñaba como policía del GES en otras tareas propias de la fuerza, el deber lo volvió a llamar dos años después, el 26 de diciembre de 2003. Otra vez la vida de un rehén y la de su secuestrador estaban en sus manos.
Otra vez ese pulso de precisión matemática tenía una sola tarea y un solo fin sin margen de error: salvar la vida de la víctima.
Otra vez se pasó 10 horas arriba de un techo. “Era insoportable, hacían como 50 grados en ese puesto, terminé deshidratado y estuve dos años con un tratamiento con sales para recuperarme”.
Frente al secuestrador volvió a tener una situación imposible. El Polaco Francisco Wiecek desafiaba su suerte y su gloria bien ganada con el Morocha.
Delincuente de pesado prontuario, cincuentón y decidido a morir, se atrincheró en un minimarket de Dorrego y tomó de rehén a su dueño.
Entre el Polaco y su fusil estaba la puerta de vidrio del local comercial que dificultaba aún más la precisión del disparo en caso de ser necesario.
El hombre del rifle recordó que “esas 10 horas no fueron sólo de espera sino de trabajo. Porque el francotirador no sólo dispara. Con su mira es los ojos del negociador”.
Con 300 metros de alcance, la telescópica le permitía ver todo en primer plano. “Lo que yo detectaba era clave. Un gesto, una mueca, el movimiento de la boca cuando hablaba que permitía sin dificultad leer los labios. La tensión. El movimiento dentro del local, una agresión”.
El Polaco no tenía intenciones de entregarse y la tarde ya se extinguía con la puesta de sol.
La puerta de vidrio del local exigía la presencia de otro tirador. Así fue que en esa ocasión, un segundo francotirador que debutaba en semejante misión tendría que disparar con él.
“Habían pasado muchas horas, era tarde y vi por la mira que el Polaco le decía al rehén: ‘Primero mato al negociador, después a vos y me pego un tiro, pero me los llevo a todos”.
“La víctima pedía por favor que no y el Polaco le decía, ‘tranquilo, ni te vas a dar cuenta’”.
“En ese momento di la voz de alerta a mis jefes de que había que proceder de inmediato”, recordó.
Entonces el hombre del rifle describió aquel momento crucial.
“El tirador que estaba conmigo gatilló el primer disparo y tras él yo disparé el segundo. El primer proyectil rompió la puerta de vidrio y mi disparo que venía atrás entró limpio por el boquete. Ambos impactaron en el cuerpo del Polaco”.
Precisó con naturalidad: “Habíamos calculado todo y sabíamos que el primer tiro se desviaría pero le pegaría al delincuente. Tenía que ser así, dos tiros perfectos porque si tenés un error de 2,5 centímetros (media pulgada) matás al rehén”.
El primer disparo hirió al Polaco en el hombro y lo tiró para atrás. El mío entró limpio, le dio a la altura del corazón y fue mortal. La víctima estaba a salvo”.
El muerto que cargo
Retirado a una vida mejor, el hombre del rifle recuerda haber pagado un alto precio por la muerte del Polaco.
De carne y hueso, su lado humano delata que la función es demasiado pesada para cualquier mortal.
Detalla: “Es una doble sensación, extraña y contradictoria. Por un lado la alegría, la satisfacción de ver a aquel rehén vivo, abrazando a su madre y a su hija. Por el otro, la angustia de haber matado al delincuente al que yo ni siquiera conocía, a mí no me había hecho nada”.
Es el relato de una angustia que le brota de lo profundo de las entrañas, que está más allá del entendimiento y la razón. Porque en su lucidez, tiene claro que el Polaco jugó todas sus cartas sin dar chances a otra opción.
“En cualquier parte del mundo el que pone la vida de alguien en juego sabe que está condenado a muerte. Es así y no están 10 horas negociando como ocurrió aquí. Se resuelve lo antes posible porque cada minuto que pasa es más traumático para la víctima y el riesgo aumenta”.
En ese escenario sentenció: “El francotirador no puede ponerse en el papel de justiciero porque además eso no compensa nada, al menos a mí. Tampoco puede ver al objetivo como un enemigo.
Debe ser un profesional. Tiene una tarea que cumplir con un solo resultado posible. En todas esas horas sólo debe concentrarse en ello. Si por un instante piensa en su familia, en sus seres queridos cuando está a la espera de la orden no puede continuar, debe bajarse y dar lugar a que otro lo haga porque su misión será un fracaso”.
Del Morocha guarda en cambio un mejor recuerdo: “Fue el disparo ideal, desarmar a alguien con el menor daño y fue récord mundial”.
Aquellos dos famosos disparos contra el Morocha y el Polaco sepultaron sin más la moda de la delincuencia mendocina de atrincherarse con rehenes.
Las dos vainas que gatilló las guarda hoy celosamente como trofeo, como recuerdo, dos trozos de metal que marcaron su vida.
Afincado lejos de la metrópoli, en enero de este año dio un portazo y renunció a la fuerza policial.
Su trayectoria, sus gloriosos actos que le dieron el mote de Leyenda entre los suyos, sus 67 campeonatos argentinos de tiro ganados, su famoso récord de cinco disparos en el mismo orificio no pudieron evitar un traslado que juzgó como un golpe bajo en su carrera.
“Un día me mandaron a Colonia Bombal y me destinaron ahí a ser un milico más. Fue una falta de respeto, no me dieron el lugar que creo me merecía. Podía instruir, enseñar. Por eso me cansé y me fui. Renuncié a principios de año”.
Hoy tiene una empresa privada de custodia personal e instrucción de tiro y se jacta de ser feliz: “Estoy muy bien, por primera vez paso los fines de semana en mi casa, comparto con mi familia, estoy en los cumpleaños de mis hijos y hasta en las fiestas de fin de año. No volvería a la policía. Estoy muy bien así”.
La mutación se ha ejecutado. El hombre del rifle ya es historia y leyenda. El hombre común ha vuelto, el Pichu ha resucitado.
Enlace:
http://www.diariouno.com.ar/mendoza/El-hombre-del-rifle-y-la-increible-historia-de-un-francotirador-que-se-volvio-una-leyenda-20130224-0021.html
Diario UNO Mendoza
Dos disparos le dieron legendaria fama y salvaron las vidas de varias personas al borde de la muerte. Su efectividad puso a raya a la delincuencia mendocina.
Tenía más puntería que los mismísimos vaqueros del Lejano Oeste y hay quienes dicen que lo vieron acertar cinco tiros en el mismo orificio.
Entre los más finos tiradores, para él no había rivales. Sin embargo, su fama se extendió de forma legendaria gracias a dos tiros que hicieron justicia salvando a los buenos de la ira mortal de los malos.
Es la increíble historia del hombre del rifle, cuya identidad se resguarda en secreto. Le supieron llamar el Pichu y también el Gringo pero tras sus memorables hazañas en las caldeadas calles del verano menduco se granjeó entre sus pares el inigualable apodo de Leyenda.
Leyenda fue la que labró el hombre del rifle aquel 24 de febrero del 2001, cuando su incomparable puntería salvó el pellejo de una mujer, de toda su familia y de las máximas autoridades de la comarca mendocina.
Aquel día se pasó 10 horas oculto dentro de una caja de cartón, apostado sobre un humilde e hirviente techo de zinc. Sólo él y su rifle, su fusil Ruger M77. El sudor le bajaba por la sien como una cascada mientras se asaba a fuego lento en ese precario escondite transformado en un insoportable horno.
Las horas corrieron sin que pudiera ni siquiera desperezarse. En posición de tiro y con su vista puesta en la mira, esperaba la orden, el momento exacto para el desenlace.
La vida de varias personas pendía de un hilo y la suya también. El hombre del rifle no tenía ni chance ni derecho al error. Una equivocación significaba para él la muerte de los rehenes y la cárcel como destino.
Su misión no se reducía sólo a disparar. Con el ojo en la mira telescópica era a la vez los ojos de sus compañeros, y por medio de ella tenía la tarea de describir lo que pasaba en aquella casa tomada donde un famoso delincuente de apenas 16 años, Matías Cerón, más conocido como El Morocha (muerto en otra toma de rehenes en 2003), mantenía en vilo a toda la provincia.
Las horas pasaron hasta que el maleante decidió salir con una mujer encañonada para ganar la fuga. Después de 10 horas, el hombre del rifle lo tenía finalmente en el blanco, de frente y a más de 20 metros.
En una milésima de segundo, notó que el secuestrador movía su brazo una y otra vez apuntando a los policías y a su víctima.
Y también se dio cuenta de que tenía que corregir el ángulo para que su disparo llegara al objetivo pasando por encima de la cabeza del negociador policial que lentamente se acercaba para recibir a la rehén.
Le preguntaron por radio si tenía en la mira la mano armada del delincuente. Fue allí cuando no lo pensó dos veces, era el momento, la oportunidad, era un disparo quirúrgico propio de una película de cowboys.
En la milésima siguiente apretó el gatillo. El proyectil calibre 380 tronó en todo el barrio y en menos de un pestañeo perforó la mano con la que el secuestrador sostenía la pistola 9 milímetros.
Aquel día, hace exactamente 12 años, el temible Morocha fue desarmado limpiamente y reducido, de un solo disparo, con un tiro cinematográfico que sería récord mundial.
El hombre del rifle comenzaba a escribir su increíble historia, su inigualable leyenda.
El destino lo quiso así
Antes de ser quien es apenas era un hombre común que despuntaba desde los 8 años el gusto por la armería deportiva, demostrando ya en plena adolescencia que su cirujana destreza a la hora de apretar el gatillo se encaminaba a hacer historia.
Trabajó en un supermercado y luego como vendedor para una conocida fábrica de bebidas alcohólicas. La despiadada hiperinflación de fines de los '80 lo dejaría desempleado.
Ya con 25 años había imaginado muchas cosas descabelladas menos una: terminar en la policía.
Es que tras desarmar al Morocha debió mudarse, al ser baleado su domicilio y sometidas a una terrible paliza su mujer y una de sus hijas.
“Cuando entré a la fuerza ya era campeón argentino de tiro con pistola 9 milímetros y cuando aún estaba en la Escuela de Policía, en 1991, competí en un concurso interpolicial y gané el torneo. Al poco tiempo me llamaron para integrar el GES (Grupo Especial de Seguridad)”, el cuerpo de elite de la policía provincial.
Allí, con instructores que aún no olvida y de quienes está agradecido, aprendió los secretos del arriesgado y finísimo oficio de francotirador. Sin proponérselo estaba en su salsa.
Fanático de las armas y respetuoso de ellas convirtió a su familia en expertos tiradores. “Todos mis hijos tiran, aprendieron conmigo y mi esposa es campeona de tiro. Le fui enseñando y ganó un torneo”.
En su hogar las armas son algo tan común como los platos de la cocina y aunque ocupan el lugar que corresponde por su objetiva peligrosidad, hasta sus hijos hablan sobre ellas como si hablaran de fútbol.
Un nuevo desafío
Mientras se desempeñaba como policía del GES en otras tareas propias de la fuerza, el deber lo volvió a llamar dos años después, el 26 de diciembre de 2003. Otra vez la vida de un rehén y la de su secuestrador estaban en sus manos.
Otra vez ese pulso de precisión matemática tenía una sola tarea y un solo fin sin margen de error: salvar la vida de la víctima.
Otra vez se pasó 10 horas arriba de un techo. “Era insoportable, hacían como 50 grados en ese puesto, terminé deshidratado y estuve dos años con un tratamiento con sales para recuperarme”.
Frente al secuestrador volvió a tener una situación imposible. El Polaco Francisco Wiecek desafiaba su suerte y su gloria bien ganada con el Morocha.
Delincuente de pesado prontuario, cincuentón y decidido a morir, se atrincheró en un minimarket de Dorrego y tomó de rehén a su dueño.
Entre el Polaco y su fusil estaba la puerta de vidrio del local comercial que dificultaba aún más la precisión del disparo en caso de ser necesario.
El hombre del rifle recordó que “esas 10 horas no fueron sólo de espera sino de trabajo. Porque el francotirador no sólo dispara. Con su mira es los ojos del negociador”.
Con 300 metros de alcance, la telescópica le permitía ver todo en primer plano. “Lo que yo detectaba era clave. Un gesto, una mueca, el movimiento de la boca cuando hablaba que permitía sin dificultad leer los labios. La tensión. El movimiento dentro del local, una agresión”.
El Polaco no tenía intenciones de entregarse y la tarde ya se extinguía con la puesta de sol.
La puerta de vidrio del local exigía la presencia de otro tirador. Así fue que en esa ocasión, un segundo francotirador que debutaba en semejante misión tendría que disparar con él.
“Habían pasado muchas horas, era tarde y vi por la mira que el Polaco le decía al rehén: ‘Primero mato al negociador, después a vos y me pego un tiro, pero me los llevo a todos”.
“La víctima pedía por favor que no y el Polaco le decía, ‘tranquilo, ni te vas a dar cuenta’”.
“En ese momento di la voz de alerta a mis jefes de que había que proceder de inmediato”, recordó.
Entonces el hombre del rifle describió aquel momento crucial.
“El tirador que estaba conmigo gatilló el primer disparo y tras él yo disparé el segundo. El primer proyectil rompió la puerta de vidrio y mi disparo que venía atrás entró limpio por el boquete. Ambos impactaron en el cuerpo del Polaco”.
Precisó con naturalidad: “Habíamos calculado todo y sabíamos que el primer tiro se desviaría pero le pegaría al delincuente. Tenía que ser así, dos tiros perfectos porque si tenés un error de 2,5 centímetros (media pulgada) matás al rehén”.
El primer disparo hirió al Polaco en el hombro y lo tiró para atrás. El mío entró limpio, le dio a la altura del corazón y fue mortal. La víctima estaba a salvo”.
El muerto que cargo
Retirado a una vida mejor, el hombre del rifle recuerda haber pagado un alto precio por la muerte del Polaco.
De carne y hueso, su lado humano delata que la función es demasiado pesada para cualquier mortal.
Detalla: “Es una doble sensación, extraña y contradictoria. Por un lado la alegría, la satisfacción de ver a aquel rehén vivo, abrazando a su madre y a su hija. Por el otro, la angustia de haber matado al delincuente al que yo ni siquiera conocía, a mí no me había hecho nada”.
Es el relato de una angustia que le brota de lo profundo de las entrañas, que está más allá del entendimiento y la razón. Porque en su lucidez, tiene claro que el Polaco jugó todas sus cartas sin dar chances a otra opción.
“En cualquier parte del mundo el que pone la vida de alguien en juego sabe que está condenado a muerte. Es así y no están 10 horas negociando como ocurrió aquí. Se resuelve lo antes posible porque cada minuto que pasa es más traumático para la víctima y el riesgo aumenta”.
En ese escenario sentenció: “El francotirador no puede ponerse en el papel de justiciero porque además eso no compensa nada, al menos a mí. Tampoco puede ver al objetivo como un enemigo.
Debe ser un profesional. Tiene una tarea que cumplir con un solo resultado posible. En todas esas horas sólo debe concentrarse en ello. Si por un instante piensa en su familia, en sus seres queridos cuando está a la espera de la orden no puede continuar, debe bajarse y dar lugar a que otro lo haga porque su misión será un fracaso”.
Del Morocha guarda en cambio un mejor recuerdo: “Fue el disparo ideal, desarmar a alguien con el menor daño y fue récord mundial”.
Aquellos dos famosos disparos contra el Morocha y el Polaco sepultaron sin más la moda de la delincuencia mendocina de atrincherarse con rehenes.
Las dos vainas que gatilló las guarda hoy celosamente como trofeo, como recuerdo, dos trozos de metal que marcaron su vida.
Afincado lejos de la metrópoli, en enero de este año dio un portazo y renunció a la fuerza policial.
Su trayectoria, sus gloriosos actos que le dieron el mote de Leyenda entre los suyos, sus 67 campeonatos argentinos de tiro ganados, su famoso récord de cinco disparos en el mismo orificio no pudieron evitar un traslado que juzgó como un golpe bajo en su carrera.
“Un día me mandaron a Colonia Bombal y me destinaron ahí a ser un milico más. Fue una falta de respeto, no me dieron el lugar que creo me merecía. Podía instruir, enseñar. Por eso me cansé y me fui. Renuncié a principios de año”.
Hoy tiene una empresa privada de custodia personal e instrucción de tiro y se jacta de ser feliz: “Estoy muy bien, por primera vez paso los fines de semana en mi casa, comparto con mi familia, estoy en los cumpleaños de mis hijos y hasta en las fiestas de fin de año. No volvería a la policía. Estoy muy bien así”.
La mutación se ha ejecutado. El hombre del rifle ya es historia y leyenda. El hombre común ha vuelto, el Pichu ha resucitado.
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