El comisario zorro
Mendoza, 06 de Marzo de 2013
Diario UNO Mendoza
Ya no hay investigaciones y operativos policiales como estos. Que no existan más quizás sea bueno, quizás no. Aquí se cuenta uno que tiene mucho de viveza y paciencia, más que de rigor y mano dura.
Por Enrique Pfaab
epfaab@diariouno.net.ar
Era un comisario nuevito. Había asumido apenas 48 horas antes. El primer delito que le tocó fue un asalto a la casa de un juez en el que los delincuentes golpearon a la esposa del magistrado y al hijo, que era abogado y, por esos días, candidato a senador provincial. Para muchos hubiera sido debut y despedida, pero para este jefe policial ya retirado fue el comienzo de una etapa policial exitosa que dejó marca en la jurisdicción de Rivadavia. Ese atraco y un violento asalto ocurrido 24 horas después fueron resueltos de una forma muy particular: buscando huellas de zapatillas en el pavimento.
Era 2003. Mañana del 11 de setiembre. Jorge Franco había asumido como nuevo jefe de la Comisaría 13. Con los años este policía sería reconocido por su carrera intensa, a veces hasta polémica, pero siempre desarrollada con pasión y entusiasmo. Recién se estaba acomodando a su puesto, aunque algunos ya conocían su forma de trabajo: marcar presencia en la calle, hacer muchos procedimientos preventivos, especialmente en la madrugada, y estar siempre frente a la tropa. Algunos recuerdan que para esos operativos se calzaba un sombrero tipo chupalla y se colocaba en la cintura su pistola reglamentaria, un revólver 38 largo, y una escopeta recortada.
Pero su vida de comisario de Rivadavia parecía que no sería fácil, a juzgar por esa mañana inaugural. Había un acto por el Día del Maestro en Rivadavia. El nuevo comisario tenía puesto su uniforme de gala y, junto con su chofer, un cabo veterano, delgado, canoso y zorro viejo, acababan de llegar al lugar del festejo.
En eso surgió la alarma: Mariano Gómez al 900. El abogado Diego Seoane, precandidato a senador provincial, había ido hasta la casa paterna. Le había llevado a su madre docente (el marido era el juez de Cámara y ex fiscal penal Clemente Seoane, que estaba de viaje en San Luis) unas flores y un regalo. En la vivienda estaban, además el hermano menor del candidato, de 16 años, dos amigos adolescentes y una empleada.
Alguien llamó a la puerta diciendo que era el cartero. Abrieron y cuatro hombres armados y encapuchados se abalanzaron dentro de la vivienda.
Todos fueron rápidamente encerrados en uno de los dormitorios, salvo el abogado, que fue golpeado para que delatara el lugar donde estaba el dinero. Más tarde, Diego Seoane diría: “Tengo cuatro cortes en la cabeza, ya que los ladrones actuaron con extrema violencia pese a que no nos resistimos”. Todo duró no más de 10 minutos. La banda se alzó con alhajas, dinero en efectivo y un centro musical.
Apenas recibida la alerta y en medio del acto patrio, Franco le dijo a su chofer: “¡Vámonos a la mierda ya mismo, vamos a la casa del juez Seoane, que hubo un Alfa 11 (asalto)”. El comisario y el cabo hablaron con las víctimas y revisaron el lugar, mientras el personal de Científica hacía lo propio. Lo único que le llamó la atención a Franco fueron unas huellas de zapatillas que habían quedado marcadas en el piso encerado de la casa.
Apenas 24 horas después, mientras se investigaba este caso y todos los medios atendían esta información, otro asalto más violento que el de Seoane se producía en Rivadavia. Fue en la casa de un matrimonio de ancianos ubicada a poca distancia de la escuela de las monjas, en la noche del día 12. El mismo “modus operandi”. Llamaron a la puerta y se metieron adentro de la vivienda. Esta vez golpearon salvajemente a los dos viejitos.
Cuando el comisario Franco llegó al lugar se encontró con la anciana metida dentro de la bañera, atada, ensangrentada y llorando desconsolada. El anciano también sangraba. Franco lo hizo sentarse y en la cocina, apoyado en la mesa, el viejito le contó todo: le habían llevado cerca de 50 mil dólares que había obtenido de la venta de una finca, su único patrimonio después de toda una vida de trabajo: “Yo estoy seguro de que usted los va a encontrar”, le dijo el viejito al nuevo comisario.
Otra vez a buscar rastros. En la vereda, en un pequeño sector de tierra, estaba bien marcada una huella de zapatilla. El mismo dibujo que estaba en la casa de los Seoane. Entonces, pese a estar en plena ciudad, cabo y comisario inician el trabajo que hubiera hecho un viejo baqueano. Así, encontrando pisadas marcadas cada tanto, llegan a una casa antigua ubicada en la calle Sarmiento, a dos cuadras y media de distancia del lugar del asalto.
El resto fue trabajo de investigación, de pacientes guardias y de unir pistas. El tipo que vivía allí, solo, era un porteño que había llegado hacía unos tres meses a Rivadavia. Tenía unos 30 años, sin antecedentes, alquilaba la vivienda y era un buscavidas.
Luego pudieron determinar que la banda había hecho el “aguante” allí.
Que los integrantes de grupo vivían en un barrio de los suburbios, y que el porteño era datero y ayudaba a vigilar los lugares que se asaltaban.
El comisario no confiaba en nadie, ni siquiera en sus subordinados, salvo en el veterano cabo. Se llevó el sumario policial a su casa y allí terminó de estudiar el caso e hizo algunas recorridas por el barrio en donde vivían los sospechosos. Para no ser descubiertos cuando realizaban las pesquisas, el cabo y el comisario usaron un viejo y destartalado 504 que tenía quebrado el chasis y que, para que no se desintegrara, tenía un palo atravesado y atado con alambre.
Un par de noches después del atraco el comisario Franco les anunció a su personal y a todas las fuerzas auxiliares que se haría una serie de allanamientos relacionados con los asaltos. Pero para evitar que algún “soplón” alertara a la banda, dijo que el operativo se haría en el barrio Los Parrales, de San Martín.
Toda la policía partió a las 5 hacia esa zona, pero a mitad de camino el comisario ordenó cambiar el rumbo y fueron directamente al domicilio donde realmente se refugiaba la banda, en el bajo de Rivadavia. “Ya habían comprado un Torino verde y las últimas noches se habían pasado de asado y borrachera”, recordó hace unos años uno de los policías que participó en el operativo.
La batida policial arrancó apenas despuntó el sol. Fue impresionante, como pocas veces se vio en la Zona Este. Hubo tiroteo y corridas, pero no hubo heridos.
El resultado fue de tres detenidos, además del porteño, y se secuestraron elementos robados y armas, además del Torino verde y de un Ford Taunus que, curiosamente, había sido llevado por uno de los sospechosos al taller de la escuela técnica Santa María de Oro para que fuera reparado.
El nuevo comisario ganó su primera partida. Pero, además, comenzó a forjar una leyenda que todavía se recuerda en ese departamento.
Enlace:
http://www.diariouno.com.ar/mendoza/El-comisario-zorro-20130225-0023.html
Diario UNO Mendoza
Ya no hay investigaciones y operativos policiales como estos. Que no existan más quizás sea bueno, quizás no. Aquí se cuenta uno que tiene mucho de viveza y paciencia, más que de rigor y mano dura.
Por Enrique Pfaab
epfaab@diariouno.net.ar
Era un comisario nuevito. Había asumido apenas 48 horas antes. El primer delito que le tocó fue un asalto a la casa de un juez en el que los delincuentes golpearon a la esposa del magistrado y al hijo, que era abogado y, por esos días, candidato a senador provincial. Para muchos hubiera sido debut y despedida, pero para este jefe policial ya retirado fue el comienzo de una etapa policial exitosa que dejó marca en la jurisdicción de Rivadavia. Ese atraco y un violento asalto ocurrido 24 horas después fueron resueltos de una forma muy particular: buscando huellas de zapatillas en el pavimento.
Era 2003. Mañana del 11 de setiembre. Jorge Franco había asumido como nuevo jefe de la Comisaría 13. Con los años este policía sería reconocido por su carrera intensa, a veces hasta polémica, pero siempre desarrollada con pasión y entusiasmo. Recién se estaba acomodando a su puesto, aunque algunos ya conocían su forma de trabajo: marcar presencia en la calle, hacer muchos procedimientos preventivos, especialmente en la madrugada, y estar siempre frente a la tropa. Algunos recuerdan que para esos operativos se calzaba un sombrero tipo chupalla y se colocaba en la cintura su pistola reglamentaria, un revólver 38 largo, y una escopeta recortada.
Pero su vida de comisario de Rivadavia parecía que no sería fácil, a juzgar por esa mañana inaugural. Había un acto por el Día del Maestro en Rivadavia. El nuevo comisario tenía puesto su uniforme de gala y, junto con su chofer, un cabo veterano, delgado, canoso y zorro viejo, acababan de llegar al lugar del festejo.
En eso surgió la alarma: Mariano Gómez al 900. El abogado Diego Seoane, precandidato a senador provincial, había ido hasta la casa paterna. Le había llevado a su madre docente (el marido era el juez de Cámara y ex fiscal penal Clemente Seoane, que estaba de viaje en San Luis) unas flores y un regalo. En la vivienda estaban, además el hermano menor del candidato, de 16 años, dos amigos adolescentes y una empleada.
Alguien llamó a la puerta diciendo que era el cartero. Abrieron y cuatro hombres armados y encapuchados se abalanzaron dentro de la vivienda.
Todos fueron rápidamente encerrados en uno de los dormitorios, salvo el abogado, que fue golpeado para que delatara el lugar donde estaba el dinero. Más tarde, Diego Seoane diría: “Tengo cuatro cortes en la cabeza, ya que los ladrones actuaron con extrema violencia pese a que no nos resistimos”. Todo duró no más de 10 minutos. La banda se alzó con alhajas, dinero en efectivo y un centro musical.
Apenas recibida la alerta y en medio del acto patrio, Franco le dijo a su chofer: “¡Vámonos a la mierda ya mismo, vamos a la casa del juez Seoane, que hubo un Alfa 11 (asalto)”. El comisario y el cabo hablaron con las víctimas y revisaron el lugar, mientras el personal de Científica hacía lo propio. Lo único que le llamó la atención a Franco fueron unas huellas de zapatillas que habían quedado marcadas en el piso encerado de la casa.
Apenas 24 horas después, mientras se investigaba este caso y todos los medios atendían esta información, otro asalto más violento que el de Seoane se producía en Rivadavia. Fue en la casa de un matrimonio de ancianos ubicada a poca distancia de la escuela de las monjas, en la noche del día 12. El mismo “modus operandi”. Llamaron a la puerta y se metieron adentro de la vivienda. Esta vez golpearon salvajemente a los dos viejitos.
Cuando el comisario Franco llegó al lugar se encontró con la anciana metida dentro de la bañera, atada, ensangrentada y llorando desconsolada. El anciano también sangraba. Franco lo hizo sentarse y en la cocina, apoyado en la mesa, el viejito le contó todo: le habían llevado cerca de 50 mil dólares que había obtenido de la venta de una finca, su único patrimonio después de toda una vida de trabajo: “Yo estoy seguro de que usted los va a encontrar”, le dijo el viejito al nuevo comisario.
Otra vez a buscar rastros. En la vereda, en un pequeño sector de tierra, estaba bien marcada una huella de zapatilla. El mismo dibujo que estaba en la casa de los Seoane. Entonces, pese a estar en plena ciudad, cabo y comisario inician el trabajo que hubiera hecho un viejo baqueano. Así, encontrando pisadas marcadas cada tanto, llegan a una casa antigua ubicada en la calle Sarmiento, a dos cuadras y media de distancia del lugar del asalto.
El resto fue trabajo de investigación, de pacientes guardias y de unir pistas. El tipo que vivía allí, solo, era un porteño que había llegado hacía unos tres meses a Rivadavia. Tenía unos 30 años, sin antecedentes, alquilaba la vivienda y era un buscavidas.
Luego pudieron determinar que la banda había hecho el “aguante” allí.
Que los integrantes de grupo vivían en un barrio de los suburbios, y que el porteño era datero y ayudaba a vigilar los lugares que se asaltaban.
El comisario no confiaba en nadie, ni siquiera en sus subordinados, salvo en el veterano cabo. Se llevó el sumario policial a su casa y allí terminó de estudiar el caso e hizo algunas recorridas por el barrio en donde vivían los sospechosos. Para no ser descubiertos cuando realizaban las pesquisas, el cabo y el comisario usaron un viejo y destartalado 504 que tenía quebrado el chasis y que, para que no se desintegrara, tenía un palo atravesado y atado con alambre.
Un par de noches después del atraco el comisario Franco les anunció a su personal y a todas las fuerzas auxiliares que se haría una serie de allanamientos relacionados con los asaltos. Pero para evitar que algún “soplón” alertara a la banda, dijo que el operativo se haría en el barrio Los Parrales, de San Martín.
Toda la policía partió a las 5 hacia esa zona, pero a mitad de camino el comisario ordenó cambiar el rumbo y fueron directamente al domicilio donde realmente se refugiaba la banda, en el bajo de Rivadavia. “Ya habían comprado un Torino verde y las últimas noches se habían pasado de asado y borrachera”, recordó hace unos años uno de los policías que participó en el operativo.
La batida policial arrancó apenas despuntó el sol. Fue impresionante, como pocas veces se vio en la Zona Este. Hubo tiroteo y corridas, pero no hubo heridos.
El resultado fue de tres detenidos, además del porteño, y se secuestraron elementos robados y armas, además del Torino verde y de un Ford Taunus que, curiosamente, había sido llevado por uno de los sospechosos al taller de la escuela técnica Santa María de Oro para que fuera reparado.
El nuevo comisario ganó su primera partida. Pero, además, comenzó a forjar una leyenda que todavía se recuerda en ese departamento.
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http://www.diariouno.com.ar/mendoza/El-comisario-zorro-20130225-0023.html
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