El Larva, un hombre agradable que no pudo contar su historia

Mendoza, 24 de Julio de 2013
Diario UNO Mendoza
Hoy, en Crónicas Insólitas. Era simpático, carismático. Murió con una bala incrustada en la espalda. Fue antes de que pudiera cumplir con su promesa de “contar toda la verdad”.

Quería ser alguien. Que lo conocieran. Que hablaran de él, por más que hablaran mal. Será por eso que se reía de las notas policiales que lo mencionaban. Parecía disfrutar cuando veía su nombre y su foto en las últimas páginas del diario. “Un día te voy a contar toda la verdad”, le decía al cronista, con una media sonrisa.

“¡Cómo te doy de comer yo!, ¿eh?”, reía el Larva, mientras dos policías lo llevaban esposado, desde el calabozo de Tribunales a la sala de debates. Después, sentado en el lugar donde debía responder por un cruel homicidio, miraba al periodista y con gestos daba a entender su parecer sobre las declaraciones de los testigos, lo que decía el fiscal y hasta se atrevía a cuestionar lo que decía su propio defensor.

Se llamaba Walter Ariel Aguerre, pero en su submundo era conocido como el Larva. Era inteligente, simpático, de conversación agradable y en sus breves períodos en libertad le sacaba provecho con las mujeres a su buen aspecto físico.

Apenas tenía 24 años y la Policía lo conocía desde que era niño. La Justicia, de una forma o de otra, lo había mantenido encerrado durante gran parte de su vida. Sin embargo, no lo había logrado condenar nunca. Siempre estuvo detenido como procesado, pero al momento del juicio siempre faltaban pruebas en su contra para aplicarle alguna pena. Pese a ello, siempre se lo involucraba en los delitos más violentos que ocurrían en esa zona del norte de la Patagonia, rodeada de lagos y ríos.

“Escribí, pero tené en cuenta que acá (en Tribunales) no te vas a enterar de toda la verdad. Un día yo te la voy a contar”, decía, mientras lo llevaban esposado de regreso a la celda en un cuarto intermedio y se divertía fingiendo que deseaba zafarse de los guardias y abalanzarse sobre los periodistas, los reporteros gráficos y las cámaras de televisión.

Era el 2004. Marzo 19. Esta vez la acusación contra el Larva era muy severa: homicidio en ocasión de robo, agravado por la alevosía. El caso que lo tenía como uno de los acusados había ocurrido en la noche del domingo 6 de julio de 2003 en el casco de la estancia San Ramón, ubicada en el paraje La Lipela, un lugar paradisíaco a orillas del río Limay.

Allí, en medio de un asalto, el administrador de la estancia Christian Gsell, un suizo de 34 años, había sido ultimado de un balazo en la cabeza. Cuando la banda huía del lugar en un Fiat Duna se tiroteó con la policía, que por casualidad había montado un control a unos 30 kilómetros al sur de esa estancia.

En este juicio estaban sentados con Aguerre otros dos jóvenes, Cristian Valenzuela y Edgardo García, dueños de mucho menos fama que el Larva.

En los meses anteriores, el Larva Aguerre, quien tenía la costumbre de vestirse de policía para robar, había afrontado otros juicios por asaltos a mano armada y había sido absuelto en cada uno de ellos, y en los meses posteriores también saldría absuelto “por el beneficio de la duda” de otros hechos similares, incluso en uno donde también se había cometido un asesinato.

Pero en el caso del crimen de la estancia la cosa venía mal para este hombre, nacido en Berazategui y que había llegado a la Patagonia vaya a saber por qué vuelta del destino.

Tan compleja venía la mano que el Larva, posiblemente buscando contar esa “verdad” que le proponía al periodista, decidió cambiar el derecho de no declarar, que había usado al comienzo del juicio, por una confesión un tanto desincriminatoria, pero confesión al fin. “A mí me convocó T. N. (otro imputado que terminó absuelto) para abrir una caja fuerte con 30 mil dólares en una casa desocupada y llevé mis herramientas para hacer el trabajo.

Cuando estábamos desvalijando la casa apareció el suizo y le arrebató el arma a T.N. y yo me le colgué desde atrás y lo desarmé a él. Le pedí que se quedara quieto en el suelo, le expliqué que no era un juego, pero me dijo ‘¿qué, me vas a matar?’, y se me tiró encima con todo. Tiré un par de tiros para amedrentarlo, pero era muy corpulento y me dominaba”, dijo el Larva. Sostuvo que tiró dos veces pero negó haberle apuntado a matar y también rechazó que lo hubiera rematado con un nuevo balazo. “Los disparos se produjeron mientras luchábamos y hasta yo resulté herido. Es falsa la pericia que dice que la primera bala es la que le entró por la cabeza”.

El Larva Aguerre fue condenado esa vez. Recibió 25 años de prisión, pero se salvó de la condena a reclusión perpetua. Los otros dos acusados recibieron 10 y 15 años de prisión.

Sin embargo, la cárcel no podía contener al Larva. Se escapó y lo recapturaron un par de veces.

Pero se fugó una tercera vez… que fue la última. Una noche de principios de abril de 2009 fue muerto por una bala policial que le entró por la espalda. La versión oficial dice que el Larva estaba armado pero, llamativamente, nunca apareció la supuesta pistola que empuñaba y la pericia dijo que “la bala que le produjo la muerte fue un rebote”.

“Un día yo te voy a contar toda la verdad”, le decía el Larva al cronista, pero nunca pudo. La Justicia no autorizó esa entrevista, con el argumento de que Aguerre era “un reo peligroso”.

Tenía su final marcado. Él lo sabía y no esquivaba su destino. Estuvo preso de las adicciones mucho antes de estar entre rejas y el Larva se pudo escapar varias veces de la cárcel, pero nunca de su karma.

Este cronista lo recordará como un hombre agradable, inteligente, simpático, que cambiaba totalmente cuando estaba drogado. Un hombre que no pudo contar su historia.

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