Argentina, 21 de Diciembre 2015
Nota: elmendolotudo.com
San Luis. -Siempre he querido poder plasmar en papel algunas de las historias que mi padre me contaba de niño y también de grande.
Son historias sencillas de su pueblo, de su infancia, son
historias que acompañaron mi infancia y la de mis hermanos, acompañados
quizás por el fuego del hogar, en alguna noche de invierno, donde las
palabras de mi padre fluían bajo el hechizo de esos recuerdos de su
niñez y juventud, tiempos olvidados y que vistos desde esta nueva
realidad parecen inverosímiles.
Esta historia le fue referida por su padre, mi abuelo y con el
ánimo de trascender esos relatos es que hoy me animo a plasmarlo en una
hoja y compartirlo con ustedes.
Cuenta la historia que una noche de lluvia y viento helado, cabalgaba
en las planicies solitarias del norte de San Luis un hombre. Era un
gaucho valiente y recio al que el clima pocas veces había amedrentado,
acostumbrado a las cabalgatas nocturnas y solitarias. Regresaba de un
viaje que lo había llevado por campos lejanos, y varias noches las había
tenido que pasar a la intemperie.
Aunque esa noche era diferente, el frío de la lluvia y el viento le
hacían temblar las piernas sobre su cabalgadura, al punto que comenzó a
buscar un refugio donde pasar la noche y rogaba al cielo que le diera
una señal, algo que lo guiara dado que la llovizna amenazaba con
transformarse en un diluvio perfecto y en ese momento se sintió un poco
desorientado.
Por su mente pasaban imágenes sombrías, el tiempo por
momentos parecía detenerse, y en un esfuerzo por mantener su cordura,
toda su atención se dirigía al camino. Pensaba muy bien cada paso, sin
detenerse fijó un rumbo y de manera decidida dirigía su montura hacia un
punto donde su instinto de supervivencia lo dirigía.
Se encontraba en lo profundo de estas cavilaciones cuando creyó oír
un llanto lejano, un llanto sobrenatural, que le hizo crispar los pelos
de la nuca, era un llanto desgarrador de un niño que se escuchaba a lo
lejos. Su caballo al parecer recibiendo el nerviosismo involuntario de
su jinete, emitió un relincho largo y agudo y por un momento que pareció
eterno, se escuchó de fondo un trueno ronco y grave que pareció
estremecer la tierra a varios kilómetros a la redonda.
El gaucho acostumbrado a la soledad y las inclemencias del clima se
repuso de su temor instintivo, ese temor que más que miedo era una señal
que despertaba todo su instinto de supervivencia y que más de una vez
le había salvado la vida, como aquél día que de un sobresalto había
logrado esquivar el asalto de un puma hambriento, que se había acercado
mientras dormía la siesta al calor abrazador de un verano seco e
implacable.
Volviendo a nuestro relato, una vez repuesto de esa sensación fría y
recelosa, encamino su caballo hacia el lugar que había escuchado el
llanto y vislumbro a unos cientos de metros una casa en ruinas. Mientras
se acercaba por momentos creía escuchar ese llanto que hace instantes
había creído oír, y otras veces solo se escuchaba el sonido sordo de la
llovizna interrumpida solo por las ráfagas constantes del viento helado
que castigaba la llanura.
A medida que se acercaba podía ver en más detalle esa casa en ruinas.
Decir casa era demasiado, era un rancho casi deshecho, desvencijado sin
puertas y con un techo de adobe caído hecho jirones, se podría haber
adivinado que algo había sucedido en ese rancho, tenía vestigios de
haber sido presa de algún incendio sofocado casi a tiempo, pero que
había dejado marcas en las paredes, el fuego no había alcanzado a
consumir la totalidad de la precaria vivienda, pero le había dejado
grandes rastros de su paso, una negrura permanente en las paredes casi
deshechas.
Estando a unos pocos metros de la casa, el viento repentinamente se
detuvo, dejando el sonido una vez más, sordo de la llovizna que caía
plácidamente mojando ese desierto ávido de agua.
Con el silencio ya arraigado, se pudo escuchar el llanto en cuestión,
¡Si! Era real, era un llanto de un niño pequeño. El gaucho ya estaba
convencido que no lo había imaginado, se acercó casi al galope,
descendió de su montura y se aventuró en ese rancho en ruinas.
Cuando atravesó lo que otrora habría sido una puerta el llanto paró,
tuvo que detenerse para intentar descifrar de donde había venido. Fue
entonces que grito:
¿Hay alguien ahí? – y nuevamente – ¿Quién vive en esta casa? -.
Pero el silenció reinó durante varios segundos infinitos.
Comenzó a moverse por entre los escombros, no podía pensar en otra
cosa más que ese lugar no era un lugar para pasar la noche, tampoco era
un lugar adecuado para estar con un niño. Las paredes parecían
sostenerse solo por una fuerza débil invisible que de alguna manera
hacía que el rancho no se derrumbara con el movimiento del viento que
hasta hace instantes parecía furioso y helado.
Nadie en el ingreso… decidió explorar y comenzó a moverse para buscar
en las otras habitaciones, cuando de repente escuchó muy vívido el
llanto nuevamente, en una habitación contigua.
Corrió desenfrenado y lo encontró… en un rincón oscuro y protegido de
alguna forma por un pedazo de techo aún intacto, una canasta con un
niño bien envuelto.
Estaba solo, solo e indefenso en esa canasta bien ataviada, y bien
cubierta, alguien debía estar ahí con ese niño! Quién sería el insensato
que lo había dejado allí. Volvió a gritar esta vez con más fuerza:
¿Dónde estás? ¿Quién está con este niño? Lo repitió un par de veces con
fuerza, pero nadie respondió.
Se apresuró a levantarlo de la canasta para cerciorarse que estuviera bien.
El niño de aproximadamente un año de edad tenía cabellos dorados y
estaba con las mejillas rojas de tanto llorar, con los ojitos llenos de
lágrimas y con carita de desesperación, pero en cuanto lo vio, cambio su
llanto, esta vez un llanto lastimoso, como buscando un consuelo en el
calor de otra persona.
Lo acunó contra su pecho, todavía conservaba el calor ese cuerpito
que quién sabe desde qué hora estaba solo, había luchado bastante con su
atavío porque su ropita estaba un poco desordenada, pero estaba bien.
El instinto paternal del gaucho, que sabía lo que significaba el
calor de un niño contra su pecho, pues era padre de 4 hijos, lo hizo
abrazar con fuerza y ternura a esa pequeña criatura abandonada.
Comenzó a pensar que haría, que hacer en esa situación, el niño que
había mutado su llanto ya casi no lloraba, y ahora lo miraba con
curiosidad y jugaba con su bufanda.
Mientras lo tenía en brazos habló en voz alta: ¿Quién es tu padre o
tu madre? ¿Que ser tan insensato te ha dejado abandonado en esta ruina?
¡Y con este frío! ¿Quién puede abandonar a su suerte a este niño tan
pequeño?
No alcanzó a terminar la frase, cuando el niño en sus brazos mutando
de una manera horrenda y diabólica le clavó las uñas en el rostro, con
una voz maléfica le respondió: ¡¡¡Si soy pequeño, pero tengo estas
garras para clavarte!!! Lanzando una risa diabólica que retumbó en las
paredes marchitas del rancho, mientras hacía un intento frenético por
continuar desgarrando la piel del cuello y la cara de nuestro amigo,
proponiéndole además un abrazo maldito con unos brazos deformes y
retorcidos.
El gaucho apoderado de un miedo atroz sacó fuerzas y logró zafarse de
ese abrazo infernal que le proponía la pequeña bestia. Logró arrojarlo a
unos metros de distancia y con el rabillo del ojo alcanzó a ver cómo el
engendro mientras caía se transformaba en un bulto de harapos podridos y
secos, mientras la risa diabólica aún se escuchaba retumbando en las
paredes del lugar.
Corrió por su vida hacia su montura, su fiel montura que lo esperó
paciente aunque asustado de los ruidos del lugar. De un salto ya estaba
galopando bajo la lluvia y bajo el viento helado que volvió a arrasar
con el lugar.
El gaucho en plena carrera en esa noche de espanto, con el viento que
parecía susurrarle cosas horrorosas, solo podía pensar en una cosa:
llegar con vida a ver el nuevo día.
http://www.elmendolotudo.com.ar/2015/11/18/la-espantosa-leyenda-puntana-de-el-llanto/
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