15 de Mayo de 2014
Nota: clarin.com
Ser sincero. Vivimos en una cultura que –pese a tener mentiras instaladas– defiende la verdad como única forma de relación. A menudo eso está bien. ¿Pero qué pasa cuando esa verdad hiere innecesariamente, nos pone en peligro o nos fragiliza demasiado frente al otro?.
Aprendí a mentir de muy chica. Como hija de uruguayos que tuvieron
que exiliarse en la Argentina en 1975 por razones políticas, durante
años escondí esa verdad.
Cuando alguien me preguntaba “¿Por qué ustedes viven acá?”, la respuesta era una mentira: “Mi papá se vino por trabajo”.
Una mentira que nos protegía,
porque la verdad no siempre te hace libre.
Por eso nunca entendí por
qué la mentira tiene tanta mala fama. La mentira es una herramienta,
como un martillo. Cualquiera puede usar un martillo para colgar un
cuadro o para pegarle en la cabeza a alguien. Pero el martillo, ahí
solito en el segundo cajón de la cocina, no significa nada, y a nadie le daría vergüenza admitir que tiene uno en su casa.
Con mis padres, durante años no pudimos volver.
La familia nos visitaba en Buenos Aires,
o hablábamos con ellos por teléfono, o nos escribíamos cartas. Jorge,
mi abuelo materno, escribía sus cartas a máquina. Eran cartas breves,
pero llenas de las noticias que mi hermano y yo esperábamos con gran
ansiedad: las historias de los animales que vivían en el ascensor de su edificio,
un zoológico entero. Claro que yo no le creía, o trataba de no creerle,
pero me gustaba el juego. Jirafas sufriendo por amor, leones alérgicos,
liebres con hijos rebeldes, robos misteriosos, amistades y venganzas.
Cuando en el 85 pudimos volver a Uruguay pasaron muchas cosas, pero lo que más recuerdo
es haber llegado a la casa de mi abuelo y tener que subir tres pisos
por escalera hasta su departamento.
Digamos que estaba preparada para
que en su ascensor no hubiera animales, pero que ni siquiera tuviera ascensor … No dije nada, creo que tampoco lo comenté con mi hermano. No era momento para recriminaciones.
A mi alrededor estaban pasando cosas realmente importantes, que tenían a los mayores inquietos y siempre al borde de las lágrimas.
Me las arreglé sola para acomodar esa mentira en un lugar que le
hiciera justicia a lo que yo entendí habían sido las intenciones de mi
abuelo. Él había querido entretenernos, o darle más emoción a la
distancia, o darnos a mi hermano y a mí (que habíamos pasado toda
nuestra vida lejos) un motivo para volver, aunque sea de vez en cuando.
Ni siquiera tuve que perdonarlo. Ni entonces ni todas las demás veces
en que elegía mentir para divertirnos, como cuando nos decía que
debíamos soplar los semáforos para pasarlos de rojo a verde, o cuando
decidía ponernos a prueba y contaba sus aventuras como piloto de aviones
o su destreza como violinista precoz. Claro que había fotos de
él pilotando aviones y otra de un joven Jorge sosteniendo un violín con
cara de niño aplicado. Pero era mucho más divertido gritarle “¡Mentiroso!”, y verlo sonreír con picardía.
No
estoy ni bautizada, pero durante toda la primaria usé una cadenita de
oro con una pequeña cruz, regalo de mi abuela paterna (que jamás se
resignó al ateísmo de mis padres), para anunciarme como creyente y sentirme protegida ante las amenazas de mis compañeros de escuela,
que hablaban del pecado original y del infierno como verdades rotundas.
Hasta me aprendí el padre nuestro y me construí un crucifijo de madera
balsa, que decoré con flores secas y arabescos pintados con témpera. Lo
tenía escondido en la mesita de luz, y algunas noches rezaba en un
murmullo para pedirle a mi Dios de aquellos años que me perdonara por
decir que creía en El cuando en realidad no era cierto.
Una vez que la mentira dejó de ser un juego o una estrategia de protección, la convertí en una forma más de la ficción, en una manera de adornar la realidad o de facilitarme las cosas.
Si habían intentado robarme en el colectivo, la anécdota florecía en
detalles que, sin traicionarla, le daban algo de gracia. Mis dilemas de
amor adolescente tenían, para mí y para mis amigas, mucho más drama
que si me hubiera detenido a analizar lo que realmente estaba
sintiendo. Desde los quince años tuve dieciocho para entrar a cualquier
boliche. Dormía en la casa de amigas donde en realidad no estaba
durmiendo o volvía temprano a la casa de esas amigas donde en realidad
no me estaba quedando para conseguir permisos que de otra forma jamás me habrían dado.
Cuando
empecé a viajar en taxi sola, me divertía jugar con la curiosidad, los
prejuicios o simplemente con la idea de que adentro de ese taxi (y ante
ese desconocido que no volvería a ver) yo era un cuaderno en blanco, e
inventaba historias sobre mí que hacían de ese encuentro, y de mí misma, algo mucho más interesante.
Y así fui, entre otras cosas, meteoróloga, nutricionista, sobrina de
Cavallo en pleno 2001, hija de un criador de galgos y chilena mientras
por la radio sonaba un partido de fútbol no muy amistoso entre Argentina
y Chile.
¿Le hice mal a alguien? No lo creo. Es cierto que les
estaba mintiendo, pero para mí era sólo una forma más de construir un
relato. Además fue en uno de esos viajes cuando la mentira volvió a salvarme:
un tachero se estaba poniendo realmente pesado, hacía chistes que a
ninguna mujer en compañía de un extraño le harían gracia e insinuó una
invitación que se pareció demasiado a una amenaza. Tardé en
reaccionar, y después de descartar la idea de saltar del auto en
movimiento, le hice creer, hablando hasta por los codos y sin dejar de
buscar algo en mi cartera, que estaba bastante loca, muy nerviosa y
probablemente armada, y que lo mejor que él podía hacer era cerrar la
boca y manejar rápido hasta mi destino. Así lo hizo, y cuando
llegamos hasta quiso perdonarme el importe del viaje. Al bajar me sentí
casi como una justiciera, incluso cuando me temblaban las piernas y
tenía más ganas de llorar que de festejar la audacia.
No
soy buena para encontrar palabras de aliento o de consuelo, en especial
(y aunque en este contexto suene irónico) si no encuentro argumentos
verdaderos, pero tengo otros recursos. Una noche, bastante tarde, estaba
en la parada del 98 esperando el colectivo para ir a Wilde a visitar a
quien después se convertiría en mi marido. Tres personas bastante
mayores, dos hombres y una mujer, se sumaron a la espera.
Mientras,
y con esa facilidad que tienen algunos viejos para empezar una
conversación, comenzó el intercambio de dolores, enfermedades y
achaques.
Parecía una competencia. Cada tanto me miraban como esperando
mi compasión. Yo me mantuve en silencio, pensando. Porque así como creo
que la mentira es una cuestión de matices, con la queja soy bastante más drástica: creo que en la mayoría de los casos sólo sirve para hacernos sentir más miserables.
De
alguna manera, me las ingenié para formar parte de la charla. Y en poco
tiempo me convertí en una madre soltera que había perdido a su esposo
de sólo veinticinco años en un accidente de auto, que tenía tres trabajos y que acababa de dejar a mi hijita al cuidado de una vecina
para viajar una hora y media para atender a una anciana que ya estaba
pidiendo pista. Cuando el colectivo al fin llegó, el viejo que se había
estado quejando del lumbago, la vieja que decía tener gota aunque los
doctores se lo negaban y el hombre de los mil diagnósticos me cedieron
el único asiento libre, con una sonrisa condesciende y, estoy segura,
sintiéndose mucho más afortunados que antes de que yo empezara a
mentirles.
Entiendo que sinceridad y honestidad suelan confundirse
con verdad, pero no estoy de acuerdo con que la mentira sea siempre
sinónimo de fraude o de calumnia, que sí son actitudes que tienen como objetivo herir a otro a través del engaño.
Nunca mentí para calumniar o estafar a alguien, nunca engañé a propios o
extraños con malas intenciones. Creo que jamás excedí ese límite en el
que la mentira es apenas una ilusión que cambia un poco la realidad, a
veces para mejorarla.
Ni hablar de las excusas, que sirven para eludir invitaciones o para justificar tardanzas y olvidos sin herir a nadie.
Alguien podría decir que siempre es preferible la verdad, y que debería haberle dicho a cierta persona que por supuesto que la culpa de nuestra ruptura no fue del todo mía.
O que no tendría que haber alimentado el malentendido aquella vez en
que mis padres estaban tan orgullosos de que yo no hubiera formado parte
de aquello que pasó. O que debería sentar a mis ex compañeros del
secundario y decirles el verdadero motivo por el que no fui al viaje de
egresados. Motivo que, aunque una querida amiga cree algo diferente, es
el mismo por el que no fui a su casamiento en Santiago y por el que no
conozco la casa de mi hermano en México (aunque él sí sabe el secreto).
Quizá debería decir que no es cierto que haya tenido el coraje para enfrentar
a aquel que hizo un mal diagnóstico y casi me abre al medio con un
bisturí, porque ni siquiera pude volver a pisar su consultorio (esa
tarde la pasé en un café, organizando en mi cabeza la charla tal y como
la contaría cuando volviera a casa, un ejemplo de coraje y buen juicio).
O tal vez debería buscar la manera de decirles a todos lo que realmente
opino sobre tantas cosas.
Pero yo no estoy de acuerdo. Y por eso defiendo la mentira, o, para ser más precisa, la creación de pequeñas historias, porque los cuentos no lastiman a nadie.
Lo aprendí de la mano de mi abuelo Jorge, un hombre rezongón y alegre, mentiroso y tremendamente auténtico.
Hace
ya algunos años que el abuelo no está. Pude despedirme de él y hacerlo a
su manera. Viajé a Montevideo para verlo y cuando llegué al hospital
donde estaba internado me reconoció enseguida y me saludó como siempre:
“Hola, fea”, dijo, mientras me sacaba la lengua. Mamá y mi tío salieron
al pasillo para rastrear a la nutricionista antes de que pasara el
médico en la ronda de la mañana.
Me quedé sola con él, sentada junto a su cama en un silloncito demasiado bajo.
El abuelo volvió a mirarme y esa vez pareció dudar, después preguntó
por la abuela. Estaba enojado. “¿Qué hace Nika?, ¿dónde está?”, dijo.
“Salió hace un rato”, le respondí. ¿Cómo explicarle, si había logrado
olvidarlo, que su mujer llevaba muerta ya unos años?
Fue
fácil convertir a mi abuela en una figura siempre presente pero que él
no llegaba a advertir. Empecé con un “Se fue a buscar más agua”, seguí
con un “Está hablando con la enfermera” y terminé con un “Salió a
comprarte el diario”.
De pronto la abuela fue un ser hiperactivo y
eficiente, ocupadísima en cosas mucho más importantes que sostener su
mano o mirarlo descansar. Como el abuelo siempre fue un tipo pragmático,
sonreía complacido. Y una vez más, la mentira fue esa pequeña y
poderosa herramienta capaz de protegerme y de proteger a los míos, en
especial cuando la verdad no sirve para nada.
Enlace:
http://www.clarin.com/sociedad/verdad-sirve-miento_0_1131486949.html

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